martes, 27 de marzo de 2012

La misión del colibrí.



Cuentan que hace muchísimos años, una terrible sequía se extendió por las tierras de los quechuas.

Los líquenes y el musgo se redujeron a polvo, y pronto las plantas más grandes comenzaron a sufrir por la falta de agua.

El cielo estaba completamente limpio, no pasaba ni la más mínima nubecita, así que la tierra recibía los rayos del sol sin el alivio de un parche de sombra.

Las rocas comenzaban a agrietarse y el aire caliente levantaba remolinos de polvo aquí y allá.

Si no llovía pronto, todas las plantas y animales morirían.

En esa desolación, sólo resistía tenazmente la planta de qantu, que necesita muy poca agua para crecer y florecer en el desierto. Pero hasta ella comenzó a secarse.

Y dicen que la planta, al sentir que su vida se evaporaba gota a gota, puso toda su energía en el último pimpollo que le quedaba.

Durante la noche, se produjo en la flor una metamorfosis mágica.

Con las primeras luces del amanecer, agobiante por la falta de rocío, el pimpollo se desprendió del tallo, y en lugar de caer al suelo reseco salió volando, convertido en colibrí.

Zumbando se dirigió a la cordillera. Pasó sobre la laguna de Wacracocha mirando sediento la superficie de las aguas, pero no se detuvo a beber ni una gota. Siguió volando, cada vez más alto, cada vez más lejos, con sus alas diminutas.

Su destino era la cumbre del monte donde vivía el dios Waitapallana.

Waitapallana se encontraba contemplando el amanecer, cuando olió el perfume de la flor del qantu, su preferida, la que usaba para adornar sus trajes y sus fiestas.

Pero no había ninguna planta a su alrededor.

Sólo vio al pequeño y valiente colibrí, oliendo a qantu, que murió de agotamiento en sus manos luego de pedirle piedad para la tierra agostada.

Waitapallana miró hacia abajo, y descubrió el daño que la sequía le estaba produciendo a la tierra de los quechuas. Dejó con ternura al colibrí sobre una piedra.

Triste, no pudo evitar que dos enormes lágrimas de cristal de roca brotaran de sus ojos y cayeran rodando montaña abajo. Todo el mundo se sacudió mientras caían, desprendiendo grandes trozos de montaña.

Las lágrimas de Waitapallana fueron a caer en el lago Wacracocha, despertando a la serpiente Amarú. Allí, en el fondo del lago, descansaba su cabeza, mientras que su cuerpo imposible se enroscaba en torno a la cordillera por kilómetros y kilómetros.

Alas tenía, que podían hacer sombra sobre el mundo.

Cola de pez tenía, y escamas de todos los colores.

Cabeza llameante tenía, con unos ojos cristalinos y un hocico rojo.

El Amarú salió de su sueño de siglos desperezándose, y el mundo se sacudió.

Elevó la cabeza sobre las aguas espumosas de la laguna y extendió las alas, cubriendo de sombras la tierra castigada.

El brillo de sus ojos fue mayor que el sol.

Su aliento fue una espesa niebla que cubrió los cerros.

De su cola de pez se desprendió un copioso granizo.

Al sacudir las alas empapadas hizo llover durante días.

Y del reflejo de sus escamas multicolores surgió, anunciando la calma, el arco iris.

Luego volvió a enroscarse en los montes, hundió la luminosa cabeza en el lago, y volvió a dormirse.

Pero la misión del colibrí había sido cumplida…

Los quechuas, aliviados, veían reverdecer su imperio, alimentado por la lluvia, mientras descubrían nuevos cursos de agua, allí donde las sacudidas de Amarú hendieron la tierra.

Y cuentan desde entonces, a quien quiera saber, que en las escamas del Amarú están escritas todas las cosas, todos los seres, sus vidas, sus realidades y sus sueños. Y nunca olvidan cómo una pequeña flor del desierto salvó al mundo de la sequía.

Enrique Melantoni
Imaginaria - Enero de 2006

viernes, 16 de marzo de 2012

Historia chica de fantasmas


Ahora que Eugenia y Lorenzo me llamaron para contarme que la casa fue demolida, y que pasaron tantas cosas en la vida de todos los que estuvimos presentes aquel día, lo que voy a contar probablemente ya no producirá la misma impresión que entonces, pero estoy seguro de que todavía vale la pena recordarlo. 
Éramos un grupo de quince chicos y chicas, entre vecinos del barrio y compañeros de escuela, que nos encontrábamos en una calle cerca de la iglesia los domingos por la tarde para jugar, generalmente a la escondida. Tengo que confesar que mi técnica para esconderme no era de las mejores, pero me alcanzaba para no estar muy seguido en la Piedra. Era un jugador apenas mediano, que sabia aprovechar una calle llena de lugares para ocultarse.
Ahora, sin esforzarme demasiado, puedo recordar media docena de escondites buenísimos. El jardín delantero del abogado, que tenía unos macetones gigantes; el zaguán de la casa de Eugenia, con su puerta cancel siempre entreabierta; las ventanas de la casa colonial, y el gomero de la esquina. A veces, cuando alguien en la mitad del juego llegaba a librar para todos, de sus ramas caían chicos como frutas maduras. Si uno sabia elegir, el juego duraba toda la tarde. 
Aquel día, el sorteo inicial puso a contar a Lolo, uno de los mayores y probablemente el mejor jugador, ya que era capaz de descubrir hasta el refugio más secreto. Claro que él vivía a una cuadra, y se conocía la manzana de memoria. 
Miguel y yo habíamos encontrado unos lugares tan frescos y cómodos, tan alejados del calor bochornoso de esa tarde de enero, que no nos enteramos de nada hasta que unos gritos nos obligaron a asomarnos. Desde donde estábamos se veía claramente La Piedra, es decir, la pared de la casa de la partera, en la vereda de enfrente. Un grupito de chicos con cara de aburridos, que habían sido encontrados casi inmediatamente, estiraba los cuellos hacia la esquina. No alcancé a ver desde dónde saltó Santiago. Lo cierto es que cayó planchado en la vereda, a mitad de camino entre la Piedra y Lolo, y cuando éste vio lo que pasaba empezó a correr inmediatamente, gritando. 
Pero Santiago no corría, a pesar de la ventaja. Se levantó despacio, se tocó los brazos y la cara, se puso una mano en la espalda lo más atrás que pudo y se quedó mirándola. Me dio un poco de lástima, porque una vez que Lolo acelerara ya no iba a poder alcanzarlo y Santiago jamás había librado para todos. Pero ahí estaba, poniendo cara de zombi, cuando Lolo pasó al lado suyo levantando viento. 
Algo muy raro debía tener la expresión de Santiago, porque Lolo frenó y volvió atrás, a preguntarle qué le pasaba. Los demás cuidábamos nuestros lugares, por si acaso, pero al fin la curiosidad nos ganó y nos fuimos acercando. Al principio me pareció que Santiago tenía algún problema para hablar. Estaba pálido. Lolo le preguntó si se había lastimado al caer, porque no tenía ninguna marca. 
-Las cicatrices -murmuró Santiago.
-¿Qué cicatrices?
-Las de mi cara...
-A ver... ¡Andá!, ¡eso es chocolate...!
Santiago se pasó la lengua. 
-Mmmmm... si, es chocolate... 
El juego quedó en suspenso. De a poco, Santiago se fue serenando lo suficiente para contarnos lo que le había pasado. Empezó a caminar despacio mientras hablaba. Parecía querer alejarse de la esquina, pero no podía evitar mirar cada tanto hacia atrás. Esto fue lo que nos dijo:

" -Cuando Lolo se puso a contar, yo ya había elegido mi escondite. ¿Ven la casa colonial, la que tiene los rosales secos bajo las ventanas? Esa. Tiene la puerta y las ventanas tapiadas, pero estaba seguro de caber en cualquiera de los antepechos, entre los ladrillos y la baranda oxidada. Me acomodé, y después de un ratito escuché a Lolo gritar "¡Piedra Libre para Pablito...!" Pablito andaba cerca mío, así que me imaginé que Lolo estaría por descubrirme. Me arriesgué a asomar la cabeza para ver qué hacía. Estaba de espaldas, pateando un cascote y haciéndose el distraído. Pero no me engañó. Siempre hace eso, esperando que alguno se confíe y se deje ver. Entonces corre, libra y golpea la Piedra en un solo movimiento continuo. Siempre me sorprende que pueda reaccionar tan rápido, con esas piernas flacas que tiene. Así que me quedé donde estaba. 

"En eso vino el perro de Euge, meó un rosal seco y se sentó justo enfrente mío en medio de la vereda. Me miró, y lo miró a Lolo, y me volvió a mirar, y volvió a mirarlo a Lolo, como diciéndole "Che, acá hay uno escondido, vení a buscarlo". Yo no quería moverme, por miedo a que se pusiera a ladrar, así que me apreté más contra los ladrillos. Yo no sé si en el tapiado habían puesto poco material, o si el tiempo lo había ido aflojando, pero les juro que sentí como si me hundiera en una cosa esponjosa... de pronto perdí el equilibrio, cayéndome adentro de la casa. El golpe contra el piso de madera no fue tan fuerte, pero me atontó un poco. Me quedé un momento tirado boca arriba, sin saber si moverme o pedir auxilio. Me acuerdo que del techo caía polvillo del revoque, que se iluminaba al pasar frente a la ventana. Parecía una lluvia de estrellitas. 

"Enseguida pensé "estoy en la biblioteca", pero ese no era un pensamiento mío, seguro, porque yo nunca había estado antes en esa casa. No podía saber si había caído en una biblioteca o en un baño. Sin embargo, pensarlo me tranquilizó, me dio paz.
Allí no encontraría extraños que pudieran verme y asustarse. 
Me levanté despacio, y vi que era cierto. Lo que primero parecían paredes desnudas y rajadas después me dieron la impresión de estanterías, y lo que parecía vacío, al mirar con más atención, resultaron ser libros y más libros, desde el piso hasta el techo. Era como si al mismo tiempo pudiera ver la pared descascarada de la casa, sin habitantes quién sabe desde cuando, y los muebles y cosas que habían estado en otro tiempo en ese lugar. El perro de Euge, afuera, empezó a ladrar. Escuché la voz de Lolo, que se mezcló con el ruido de un carro y una voz rasposa que gritaba "¡Aguateroooo...!" 

"Miré para afuera. Un carro tirado por dos bueyes que parecían caminar en cámara lenta pasó, tapando la luz. Cargaba un tonel, y de una canilla de madera caía cada tanto una gotita de agua que era de inmediato chupada por la calle de tierra. ¿Qué es esto?, me pregunté, ¡si el agua sale de cualquier canilla! Y enseguida me vino a la cabeza un recuerdo imposible: en el fondo de la casa hay un patio y en el patio un pozo con su roldana y su balde, por eso no hace falta comprarle al aguatero. 
"El carro terminó de pasar, y atrás venía Lolo como si nada. No se oían autos, ni música. No había edificios que taparan el cielo. La calle era de tierra en toda la extensión que alcanzaba a ver. En la esquina, cruzando en diagonal, se veía la casa de Beatriz. El corazón me saltó en el pecho con un dolor ajeno. ¡Pero... si yo no conozco a ninguna Beatriz!, pensé. 

De repente entendí todo: Había algo o alguien en la casa, metiéndome ideas y sentimientos en la cabeza. Tuve  miedo. Quise salir, saltar por la ventana a la calle, y si Lolo me veía no me importaba nada. Pero no pude dar ese último paso que me faltaba para llegar al hueco. En cambio, una fuerza me obligó a retroceder hacia los estantes. Los libros murmuraban, como si estuvieran vivos... Cada palabra en su interior era un sonido familiar, una voz amiga. Como si hubiera estado en esa habitación durante mucho tiempo.
"Volví a pensar en la ventana, a calcular el salto que me llevaría a la calle. En el escritorio había papeles y plumas y un tintero de plata. Los usé para escribir un mensaje, un pedido de auxilio para lanzar por la ventana. Al terminar de escribir, me di cuenta de que sólo se veían garabatos incomprensibles y entre ellos, donde algo había desviado mi voluntad, el nombre de Beatriz.
Iba a levantar el tintero para arrojarlo afuera, cuando la vi pasar.

Beatriz.... Su nombre encabezaba todas mis cartas, las más encendidas y las más desesperadas. Todas terminaron invariablemente en el papelero...
Ella no supo cómo la quería. Jamás me vio siquiera. Yo en cambio me las arreglé para averiguar sus gustos y pareceres, cada pequeño detalle de su delicado espíritu. Verme en sus ojos, acariciar sus manos, fue mi mayor anhelo. Pero el tiempo pasó, indiferente a mi dolor, y no encontré el coraje necesario para darme a conocer. Tuve miedo de su rechazo, o de su compasión al ver mi cara. ¡Ah!, ¡si no hubiera ardido la quinta de mis primas la noche en que dormí en ella, cuando las primeras descargas de la artillería inglesa se hicieron sentir en los suburbios de la ciudad!. ¡Si me hubieran rescatado de las llamas antes, evitándome los meses de agonía, los años de soledad, los siglos de tristeza! Pero el fuego me marcó sin esperanzas, y luego de que me dieran el alta en el hospital de la Residencia, la biblioteca de mi casa natal se convirtió en refugio permanente, con su ventana enmarcada por rosas."

"Recapacité. Yo no tengo cicatrices en la cara, no vivo en el Buenos Aires de la época de la Segunda Invasión Inglesa ni conozco a ninguna Beatriz. Busqué un espejo en las paredes, pero sólo había libros. Revisé estantes, cajones, estuches. Empecé a dudar de quién era yo en realidad. Si había caído por la ventana, o si llevaba siglos rondando por la casa. Entonces se me ocurrió que la chica que acababa de ver pasar, alejándose por la calle rumbo a la iglesia de Santo Domingo, con su rostro apenas velado por la mantilla blanca, podría decírmelo.

Salté a través de la ventana, desgarrándome la camisa en los rosales, arañándome los brazos, cayendo en la calle de tierra. Arranqué la más hermosa de las rosas y corrí para alcanzar a Beatriz. Un sentimiento extraño se agitaba en mi interior, como si alguien hubiera entrado en la biblioteca dándome una valentía que jamás imaginé. Estaba a un paso de alcanzarla, cuando una detonación nos sobresaltó. Ella gritó, dándose vuelta, y yo caí de espaldas. En ese momento no sentí ningún dolor. Quedé tendido boca arriba en medio de la calle. Un carro de la curtiembre se detuvo a mi lado. La gente comenzó a acercarse. Vi la cara de Beatriz, pálida y asustada. Su padre, un comerciante que venía muy pocas veces a Buenos Aires, se acercó y la tomó por el hombro. En la otra mano sostenía una pistola. Todos hablaban, pero yo no entendía lo que decían. Finalmente algunas palabras del hombre se volvieron comprensibles... " Yo no quería... lo vi saltar y correr hacia Beatriz y temí que la atacara... parecía un loco, con la camisa destrozada y esas cicatrices deformándole la cara..." Ella me tomó una mano, creyendo que yo agonizaba, sin saber que su cercanía era un bálsamo para mi espíritu. Traté de hablarle a su padre, de decirle que lo perdonaba, pero la boca se me llenó de sangre y todo se disolvió en la nada...

Sin saber cómo, me vi otra vez en la biblioteca. La fuerza que me había retenido se aflojó, me pude mover de nuevo, entonces salté por la ventana abierta y me tiré de cabeza a la vereda. Ahí fue cuando Lolo me vio... " 

Todos nos quedamos callados. Hasta Euge, que siempre tiene algo que decir. La historia de Santiago nos había impresionado bastante. Ya habíamos llegado, sin darnos cuenta, hasta la puerta de la partera. Santiago se paró, justo al lado de la Piedra. Nos miró a todos con una sonrisa sobradora. No sé si alguien más sospechó en ese momento que nos había engañado. Lolo quiso decir algo, saltar, qué sé yo... Pero ya era tarde. La mano de Santiago estaba a unos centímetros de la pared, y para Lolo era lo mismo estar a medio metro que a cinco kilómetros. Con una sonrisa triunfal Santiago golpeó la Piedra con la mano abierta, haciendo mucho ruido y gritó "¡Piedra Libre para mi y para todos mis compañeros!" 

Al final, cuando nos dijo que todo había sido un invento, nos reímos. Ya era hora de que alguien le ganara a Lolo y sus piernas mágicas. El juego terminó. Ya comenzaban a aparecer en puertas y ventanas las cabezas de madres, tías o abuelos llamándonos para tomar la merienda. Nos separamos con el vago compromiso de volver a juntarnos para el próximo juego. Yo me fui con Lolo otra vez hacia la esquina de la casa tapiada, porque éramos los únicos que vivíamos para ese lado. 
-¿Viste que bien que me la hizo? -me preguntó- Me distrajo con la historia del fantasma porque sabia que jamás me iba a poder alcanzar. Lástima que lo hiciera pasar por una mentira .. 
-¿Cómo que lo hiciera pasar? 
-Claro, ¿no ves?. Yo no grité porque tuviera miedo de que librara antes que yo. Es que lo vi atravesar la ventana. Esa ventana -y me la señaló. 
Vi los rosales marchitos, apenas unos palos mustios alrededor de las rejas, los muros torturados por las enredaderas, y las ventanas. Intactas. Con sus ladrillos perfectamente unidos. Entonces comprendí la historia que encerraban aquellas paredes, y hasta que punto se vio Santiago como protagonista de ella.
Por un momento me imaginé que, al darme vuelta, vería la ciudad como era en1806, todavía abierta al cielo y al campo. Y que vería a la gente, españoles, criollos y esclavos, corriendo a reunir piedras y ladrillos y mosquetes o granadas de mano para enfrentar a los invasores…
Pero algo había cambiado. Por alguna razón, la casa parecía alegre, distinta. Cruzamos la calle, sin hablar. Vimos una rosa roja y fresca, casi un milagro floreciendo en una planta reseca junto a una ventana, pero tampoco entonces dijimos nada. Recién cuando llegamos a la esquina Lolo abrió la boca.
-Debe estar bien, -me dijo- porque al fin y al cabo, Santiago LIBRÓ PARA TODOS...

Enrique Melantoni
La última rebelión, Amauta - 2006