miércoles, 20 de junio de 2012

Memoria Ilustrada 2012

Aunque sea uno de los autores,
también llevo muchos años perteneciendo al Foro...



G A C E T I L L A


Memoria Ilustrada 2012 - Cuentos para No Olvidar
Muestra/Libro del Espacio de Arte AMIA + Foro de Ilustradores de Argentina,
en el 18º aniversario del atentado a la AMIA.
231 originales de ilustración, sobre 8 cuentos inéditos.

Idea: Elio Kapszuk
Proyecto Curatorial: Elio Kapszuk + Mónica Weiss
Producción General: Espacio de Arte AMIA
+
Comisión Memoria Ilustrada 2012 del
Foro de Ilustradores/Argentina

Mónica Weiss / Foro de Ilustradores.

                Si tenés entre 8 y 108 años, y cuando te suenan las palabras “atentado a la AMIA” pensás en noticias -de la tele, de la radio, de los diarios-, te vas a sorprender cuando veas y leas los cuentos ilustrados de esta Muestra/Libro.
¿Cómo no sentir un sacudón cuando el Espacio de Arte AMIA nos convoca para conmemorar el 18º aniversario del terrible atentado…?Un sacudón eco del que en su momento nos produjo la noticia, eco de la explosión.
Y si bien los ilustradores de libros para chicos y jóvenes estamos habituados a trabajar todos los temas, incluso los más fuertes -la muerte, la enfermedad, la injusticia- el atentado a la AMIA parece un tema como “adoptado” por el mundo periodístico, dejando algo lejos al mundo del arte y particularmente al de la infancia y la adolescencia.
Entonces, desarrollar este libro de cuentos ilustrados sobre el atentado, destinado a chicos y jóvenes, se convierte en nuestro desafío artístico. 
Para eso, hemos convocado a 8 escritores a producir los textos.
7 de ellos, reconocidísimos autores de LIJ (Literatura Infantil y Juvenil) como Canela, Eduardo Abel Gimenez, Enrique Melantoni, Márgara Averbach, Verónica Sukaczer, Graciela Repún y Paula Bombara.
Y a ellos se suma la magnífica yapa de un cineasta especializado en el barrio del Once y su gente, Daniel Burman.

Luego, 231 artistas (cuyos nombres figuran más abajo) ilustran estos textos que van desde la melancolía más dulce a la fresca aventura reparatoria, y que nos hacen atravesar muchos otros territorios,
como los latidos locos de la historia, las más lúcidas reflexiones filosóficas, la curva fatal de ciertas parábolas generacionales que dejan, sin embargo, la puerta abierta a la esperanza.
Son unas 30 ilustraciones por cuento, 30 interpretaciones, 30 lecturas posibles… Este libro funciona como una caja de resonancia, e imaginamos que el lector de estos textos y estas ilustraciones -sea niño, joven o cualquier otro lector- sumará más y más ecos.
Una red de conexiones con su propio universo personal.
Siguiendo con la tradición del Foro de Ilustradores, en esta Muestra participan tanto principiantes como consagrados y multipremiados.

Además de la Muestra, el Espacio de Arte AMIA está publicando el libro de cuentos con todos los textos e ilustraciones de la exhibición, que lleva el nombre de uno de sus cuentos -el escrito por Enrique Melantoni- "Una mañana de julio".

Y también un Memotest -en forma de mazo de naipes- con 22 temas que no debemos olvidar, interpretados por los siguientes ilustradores: Bela Abud, Poly Bernatene, Diego Bianki, Fernanda Bragone, Gastón Caba, Criska/Cristian Cánepa, Sabrina Dieghi,
Gabriela Escobar, Grace/Graciela Fernández, Verónica Fradkin, Mako Fufu, María Maggiori, Vale Ravecca, Camilo Rodríguez, Daniel Roldán, Julián Roldán, Juan Manuel Tavella, Gabriela Thiery, Paula Ventimiglia, Mónica Weiss, Josefina Wolf y Pablo Zweig.

Es difícil saber qué hacer con algo que nos da miedo o que nos duele.
En esta Muestra de cuentos ilustrados vas a encontrar muchas, muchas posibilidades.

Va nuestro agradecimiento profundo al Espacio de Arte AMIA, no sólo por la calidez y el entusiasmo del trabajo en equipo, sino también por invitarnos a entrar en contacto con este tema que nos permite sentir, pensar y crear.

Mónica Weiss
Buenos Aires, junio de 2012.

martes, 19 de junio de 2012

Premio por "La peluquería del espanto"


Después de dos años de buscarle novio a un proyecto, Graciela Repún encontró en Uranito libros una respuesta positiva. En 2011, salió el primer número de la colección Teatralmente, dirigido a todos los niveles educativos, con obras que se pueden representar en un escenario teatral, leer en la escuela o en casa.
Las sobrecubiertas traen un tablado para armar y en el interior del libro están los personajes para recortar. Hay muchos consejos para incorporar sonidos, música y efectos especiales a la representación. 
La idea fue recuperar los antiguos teatros en miniatura y su importancia en el desarrollo infantil. Autores como Robert L. Stevenson, cuando eran niños, aprendieron mucho acerca del oficio de escribir improvisando obras en este tipo de teatros.

La colección arrancó con cuatro obras mías para preescolares, que ya fueron llevadas al teatro,
y este año recibimos una buena noticia:

El 14 de junio, Uranito Libros recibió el Primer Premio en la Categoría Literatura Infantil y Juvenil del 24° Concurso "Los Libros Mejor Impresos y Editados en la Argentina" durante el año 2011, otorgado por la Cámara Argentina de Publicaciones por el libro "La peluquería del espanto".

Y este es un telón que no pensamos cerrar.

lunes, 16 de abril de 2012

El fin o el comienzo de una leyenda



Tandil, 29 de febrero de 1912

Estaba entregando las últimas encomiendas del día cuando recibimos una noticia terrible: La Movediza se había desplomado.
Yo la había observado muchas veces, a lo largo de mi vida; una mole de piedra de cuatrocientas toneladas, balanceándose sobre la punta de un despeñadero, desafiando la gravedad. Los años pasaban y ella seguía allí, bailando levemente, como si un latido interno la sacudiera; como venía haciéndolo desde el principio de los tiempos.
Cuando escuché la noticia, pensé que se trataba de una mentira o una broma de mal gusto, y tuve que ir a comprobarlo con mis propios ojos.
Era una multitud la que tomó esa tarde el camino hacia la cumbre, con una expresión incrédula y triste en los rostros.
Muy cerca, caminaba a buen paso un visitante de la capital que ya había tenido la oportunidad de tratar personalmente: Don Ricardo Rojas, escritor y cronista del diario La Nación. En su cara se leía el desconcierto, y acaso la sorpresa que el destino le había deparado: Estar en Tandil el día en que La Movediza dejó de moverse.
-Cuénteme, Don Antonio –le decía en ese momento a un baqueano de pelo blanco que subía con él-, esa historia que sus abuelos sabían sobre la piedra…
Y el rostro curtido del viejo entonces se iluminó, su  mirada se volvió la de un gurisito que recuerda, arrobado, una historia maravillosa.
-Hace mucho tiempo, antes de que llegaran los blancos, mis antepasados vivían en estas sierras, a orillas del río. A toda la zona la llamaban Tandil, porque un gran cacique llevaba ese nombre.
La roca ya estaba cuando ellos llegaron. Y vieron que se empezaba a mover apenas la tocaban los rayos del sol, pero nunca se caía. ¡Qué se iba a caer, si uno podía treparse con todos sus amigos y saltarle encima del lomo, y no se corría ni un cachito del lugar! Era cosa de magia. Ni el viento la tiraba, ni la tormenta.
-Yo averigüé –le interrumpió el escritor- que hace ochenta años le pegó un rayo…
-¡Si señor! Y le arrancó un buen pedazo. Pero ni aún así se cayó… ¿Y sabe por qué? Por el corazón de Mini…
-¿Cómo es eso..?
-Aquel cacique llamado Tandil tenían cinco esposas, y la ley de la tribu decía que cada tanto tiempo debía dejarlas libres y elegir otras cinco. Pero Tandil estaba muy enamorado de una de ellas, que se llamaba Mini, y quiso conservarla. Aunque tuviera que luchar por ese amor. Se enfrentó al consejo de ancianos y al pueblo entero, pero no hubo caso. Tandil murió en la pelea y a Mini la ataron a la piedra como castigo, porque ella tampoco quería dejarlo. Después eligieron otro cacique y siguieron adelante…
-¿Y qué pasó con Mini? –preguntó Don Ricardo.
El anciano sonrió misteriosamente.
-Mini murió allí, pero su corazón siguió en La Movediza para siempre. Latiendo, tratando de liberarse. Ahora que lo ha conseguido, puede ir a reunirse con Tandil…
Cuando el anciano calló, y fue a reunirse con los suyos, vi que habíamos llegado a la cumbre. Allá abajo se veían los pedazos de la piedra, como un corazón partido.
Don Ricardo comenzó a tomar notas para un artículo, que se llamaría “La piedra muerta”. Le pregunté qué pensaba de la leyenda de Mini.
-No estoy seguro –me contestó-, si hemos sido testigos del fin de una leyenda, o de su comienzo…

Enrique Melantoni
2010



Nota: El artículo de Ricardo Rojas fue publicado por La Nación el 1 de marzo de 1912.

El nombre Tandil es la suma de dos palabras en araucano, que podrían significar “piedra que late”

martes, 27 de marzo de 2012

La misión del colibrí.



Cuentan que hace muchísimos años, una terrible sequía se extendió por las tierras de los quechuas.

Los líquenes y el musgo se redujeron a polvo, y pronto las plantas más grandes comenzaron a sufrir por la falta de agua.

El cielo estaba completamente limpio, no pasaba ni la más mínima nubecita, así que la tierra recibía los rayos del sol sin el alivio de un parche de sombra.

Las rocas comenzaban a agrietarse y el aire caliente levantaba remolinos de polvo aquí y allá.

Si no llovía pronto, todas las plantas y animales morirían.

En esa desolación, sólo resistía tenazmente la planta de qantu, que necesita muy poca agua para crecer y florecer en el desierto. Pero hasta ella comenzó a secarse.

Y dicen que la planta, al sentir que su vida se evaporaba gota a gota, puso toda su energía en el último pimpollo que le quedaba.

Durante la noche, se produjo en la flor una metamorfosis mágica.

Con las primeras luces del amanecer, agobiante por la falta de rocío, el pimpollo se desprendió del tallo, y en lugar de caer al suelo reseco salió volando, convertido en colibrí.

Zumbando se dirigió a la cordillera. Pasó sobre la laguna de Wacracocha mirando sediento la superficie de las aguas, pero no se detuvo a beber ni una gota. Siguió volando, cada vez más alto, cada vez más lejos, con sus alas diminutas.

Su destino era la cumbre del monte donde vivía el dios Waitapallana.

Waitapallana se encontraba contemplando el amanecer, cuando olió el perfume de la flor del qantu, su preferida, la que usaba para adornar sus trajes y sus fiestas.

Pero no había ninguna planta a su alrededor.

Sólo vio al pequeño y valiente colibrí, oliendo a qantu, que murió de agotamiento en sus manos luego de pedirle piedad para la tierra agostada.

Waitapallana miró hacia abajo, y descubrió el daño que la sequía le estaba produciendo a la tierra de los quechuas. Dejó con ternura al colibrí sobre una piedra.

Triste, no pudo evitar que dos enormes lágrimas de cristal de roca brotaran de sus ojos y cayeran rodando montaña abajo. Todo el mundo se sacudió mientras caían, desprendiendo grandes trozos de montaña.

Las lágrimas de Waitapallana fueron a caer en el lago Wacracocha, despertando a la serpiente Amarú. Allí, en el fondo del lago, descansaba su cabeza, mientras que su cuerpo imposible se enroscaba en torno a la cordillera por kilómetros y kilómetros.

Alas tenía, que podían hacer sombra sobre el mundo.

Cola de pez tenía, y escamas de todos los colores.

Cabeza llameante tenía, con unos ojos cristalinos y un hocico rojo.

El Amarú salió de su sueño de siglos desperezándose, y el mundo se sacudió.

Elevó la cabeza sobre las aguas espumosas de la laguna y extendió las alas, cubriendo de sombras la tierra castigada.

El brillo de sus ojos fue mayor que el sol.

Su aliento fue una espesa niebla que cubrió los cerros.

De su cola de pez se desprendió un copioso granizo.

Al sacudir las alas empapadas hizo llover durante días.

Y del reflejo de sus escamas multicolores surgió, anunciando la calma, el arco iris.

Luego volvió a enroscarse en los montes, hundió la luminosa cabeza en el lago, y volvió a dormirse.

Pero la misión del colibrí había sido cumplida…

Los quechuas, aliviados, veían reverdecer su imperio, alimentado por la lluvia, mientras descubrían nuevos cursos de agua, allí donde las sacudidas de Amarú hendieron la tierra.

Y cuentan desde entonces, a quien quiera saber, que en las escamas del Amarú están escritas todas las cosas, todos los seres, sus vidas, sus realidades y sus sueños. Y nunca olvidan cómo una pequeña flor del desierto salvó al mundo de la sequía.

Enrique Melantoni
Imaginaria - Enero de 2006

viernes, 16 de marzo de 2012

Historia chica de fantasmas


Ahora que Eugenia y Lorenzo me llamaron para contarme que la casa fue demolida, y que pasaron tantas cosas en la vida de todos los que estuvimos presentes aquel día, lo que voy a contar probablemente ya no producirá la misma impresión que entonces, pero estoy seguro de que todavía vale la pena recordarlo. 
Éramos un grupo de quince chicos y chicas, entre vecinos del barrio y compañeros de escuela, que nos encontrábamos en una calle cerca de la iglesia los domingos por la tarde para jugar, generalmente a la escondida. Tengo que confesar que mi técnica para esconderme no era de las mejores, pero me alcanzaba para no estar muy seguido en la Piedra. Era un jugador apenas mediano, que sabia aprovechar una calle llena de lugares para ocultarse.
Ahora, sin esforzarme demasiado, puedo recordar media docena de escondites buenísimos. El jardín delantero del abogado, que tenía unos macetones gigantes; el zaguán de la casa de Eugenia, con su puerta cancel siempre entreabierta; las ventanas de la casa colonial, y el gomero de la esquina. A veces, cuando alguien en la mitad del juego llegaba a librar para todos, de sus ramas caían chicos como frutas maduras. Si uno sabia elegir, el juego duraba toda la tarde. 
Aquel día, el sorteo inicial puso a contar a Lolo, uno de los mayores y probablemente el mejor jugador, ya que era capaz de descubrir hasta el refugio más secreto. Claro que él vivía a una cuadra, y se conocía la manzana de memoria. 
Miguel y yo habíamos encontrado unos lugares tan frescos y cómodos, tan alejados del calor bochornoso de esa tarde de enero, que no nos enteramos de nada hasta que unos gritos nos obligaron a asomarnos. Desde donde estábamos se veía claramente La Piedra, es decir, la pared de la casa de la partera, en la vereda de enfrente. Un grupito de chicos con cara de aburridos, que habían sido encontrados casi inmediatamente, estiraba los cuellos hacia la esquina. No alcancé a ver desde dónde saltó Santiago. Lo cierto es que cayó planchado en la vereda, a mitad de camino entre la Piedra y Lolo, y cuando éste vio lo que pasaba empezó a correr inmediatamente, gritando. 
Pero Santiago no corría, a pesar de la ventaja. Se levantó despacio, se tocó los brazos y la cara, se puso una mano en la espalda lo más atrás que pudo y se quedó mirándola. Me dio un poco de lástima, porque una vez que Lolo acelerara ya no iba a poder alcanzarlo y Santiago jamás había librado para todos. Pero ahí estaba, poniendo cara de zombi, cuando Lolo pasó al lado suyo levantando viento. 
Algo muy raro debía tener la expresión de Santiago, porque Lolo frenó y volvió atrás, a preguntarle qué le pasaba. Los demás cuidábamos nuestros lugares, por si acaso, pero al fin la curiosidad nos ganó y nos fuimos acercando. Al principio me pareció que Santiago tenía algún problema para hablar. Estaba pálido. Lolo le preguntó si se había lastimado al caer, porque no tenía ninguna marca. 
-Las cicatrices -murmuró Santiago.
-¿Qué cicatrices?
-Las de mi cara...
-A ver... ¡Andá!, ¡eso es chocolate...!
Santiago se pasó la lengua. 
-Mmmmm... si, es chocolate... 
El juego quedó en suspenso. De a poco, Santiago se fue serenando lo suficiente para contarnos lo que le había pasado. Empezó a caminar despacio mientras hablaba. Parecía querer alejarse de la esquina, pero no podía evitar mirar cada tanto hacia atrás. Esto fue lo que nos dijo:

" -Cuando Lolo se puso a contar, yo ya había elegido mi escondite. ¿Ven la casa colonial, la que tiene los rosales secos bajo las ventanas? Esa. Tiene la puerta y las ventanas tapiadas, pero estaba seguro de caber en cualquiera de los antepechos, entre los ladrillos y la baranda oxidada. Me acomodé, y después de un ratito escuché a Lolo gritar "¡Piedra Libre para Pablito...!" Pablito andaba cerca mío, así que me imaginé que Lolo estaría por descubrirme. Me arriesgué a asomar la cabeza para ver qué hacía. Estaba de espaldas, pateando un cascote y haciéndose el distraído. Pero no me engañó. Siempre hace eso, esperando que alguno se confíe y se deje ver. Entonces corre, libra y golpea la Piedra en un solo movimiento continuo. Siempre me sorprende que pueda reaccionar tan rápido, con esas piernas flacas que tiene. Así que me quedé donde estaba. 

"En eso vino el perro de Euge, meó un rosal seco y se sentó justo enfrente mío en medio de la vereda. Me miró, y lo miró a Lolo, y me volvió a mirar, y volvió a mirarlo a Lolo, como diciéndole "Che, acá hay uno escondido, vení a buscarlo". Yo no quería moverme, por miedo a que se pusiera a ladrar, así que me apreté más contra los ladrillos. Yo no sé si en el tapiado habían puesto poco material, o si el tiempo lo había ido aflojando, pero les juro que sentí como si me hundiera en una cosa esponjosa... de pronto perdí el equilibrio, cayéndome adentro de la casa. El golpe contra el piso de madera no fue tan fuerte, pero me atontó un poco. Me quedé un momento tirado boca arriba, sin saber si moverme o pedir auxilio. Me acuerdo que del techo caía polvillo del revoque, que se iluminaba al pasar frente a la ventana. Parecía una lluvia de estrellitas. 

"Enseguida pensé "estoy en la biblioteca", pero ese no era un pensamiento mío, seguro, porque yo nunca había estado antes en esa casa. No podía saber si había caído en una biblioteca o en un baño. Sin embargo, pensarlo me tranquilizó, me dio paz.
Allí no encontraría extraños que pudieran verme y asustarse. 
Me levanté despacio, y vi que era cierto. Lo que primero parecían paredes desnudas y rajadas después me dieron la impresión de estanterías, y lo que parecía vacío, al mirar con más atención, resultaron ser libros y más libros, desde el piso hasta el techo. Era como si al mismo tiempo pudiera ver la pared descascarada de la casa, sin habitantes quién sabe desde cuando, y los muebles y cosas que habían estado en otro tiempo en ese lugar. El perro de Euge, afuera, empezó a ladrar. Escuché la voz de Lolo, que se mezcló con el ruido de un carro y una voz rasposa que gritaba "¡Aguateroooo...!" 

"Miré para afuera. Un carro tirado por dos bueyes que parecían caminar en cámara lenta pasó, tapando la luz. Cargaba un tonel, y de una canilla de madera caía cada tanto una gotita de agua que era de inmediato chupada por la calle de tierra. ¿Qué es esto?, me pregunté, ¡si el agua sale de cualquier canilla! Y enseguida me vino a la cabeza un recuerdo imposible: en el fondo de la casa hay un patio y en el patio un pozo con su roldana y su balde, por eso no hace falta comprarle al aguatero. 
"El carro terminó de pasar, y atrás venía Lolo como si nada. No se oían autos, ni música. No había edificios que taparan el cielo. La calle era de tierra en toda la extensión que alcanzaba a ver. En la esquina, cruzando en diagonal, se veía la casa de Beatriz. El corazón me saltó en el pecho con un dolor ajeno. ¡Pero... si yo no conozco a ninguna Beatriz!, pensé. 

De repente entendí todo: Había algo o alguien en la casa, metiéndome ideas y sentimientos en la cabeza. Tuve  miedo. Quise salir, saltar por la ventana a la calle, y si Lolo me veía no me importaba nada. Pero no pude dar ese último paso que me faltaba para llegar al hueco. En cambio, una fuerza me obligó a retroceder hacia los estantes. Los libros murmuraban, como si estuvieran vivos... Cada palabra en su interior era un sonido familiar, una voz amiga. Como si hubiera estado en esa habitación durante mucho tiempo.
"Volví a pensar en la ventana, a calcular el salto que me llevaría a la calle. En el escritorio había papeles y plumas y un tintero de plata. Los usé para escribir un mensaje, un pedido de auxilio para lanzar por la ventana. Al terminar de escribir, me di cuenta de que sólo se veían garabatos incomprensibles y entre ellos, donde algo había desviado mi voluntad, el nombre de Beatriz.
Iba a levantar el tintero para arrojarlo afuera, cuando la vi pasar.

Beatriz.... Su nombre encabezaba todas mis cartas, las más encendidas y las más desesperadas. Todas terminaron invariablemente en el papelero...
Ella no supo cómo la quería. Jamás me vio siquiera. Yo en cambio me las arreglé para averiguar sus gustos y pareceres, cada pequeño detalle de su delicado espíritu. Verme en sus ojos, acariciar sus manos, fue mi mayor anhelo. Pero el tiempo pasó, indiferente a mi dolor, y no encontré el coraje necesario para darme a conocer. Tuve miedo de su rechazo, o de su compasión al ver mi cara. ¡Ah!, ¡si no hubiera ardido la quinta de mis primas la noche en que dormí en ella, cuando las primeras descargas de la artillería inglesa se hicieron sentir en los suburbios de la ciudad!. ¡Si me hubieran rescatado de las llamas antes, evitándome los meses de agonía, los años de soledad, los siglos de tristeza! Pero el fuego me marcó sin esperanzas, y luego de que me dieran el alta en el hospital de la Residencia, la biblioteca de mi casa natal se convirtió en refugio permanente, con su ventana enmarcada por rosas."

"Recapacité. Yo no tengo cicatrices en la cara, no vivo en el Buenos Aires de la época de la Segunda Invasión Inglesa ni conozco a ninguna Beatriz. Busqué un espejo en las paredes, pero sólo había libros. Revisé estantes, cajones, estuches. Empecé a dudar de quién era yo en realidad. Si había caído por la ventana, o si llevaba siglos rondando por la casa. Entonces se me ocurrió que la chica que acababa de ver pasar, alejándose por la calle rumbo a la iglesia de Santo Domingo, con su rostro apenas velado por la mantilla blanca, podría decírmelo.

Salté a través de la ventana, desgarrándome la camisa en los rosales, arañándome los brazos, cayendo en la calle de tierra. Arranqué la más hermosa de las rosas y corrí para alcanzar a Beatriz. Un sentimiento extraño se agitaba en mi interior, como si alguien hubiera entrado en la biblioteca dándome una valentía que jamás imaginé. Estaba a un paso de alcanzarla, cuando una detonación nos sobresaltó. Ella gritó, dándose vuelta, y yo caí de espaldas. En ese momento no sentí ningún dolor. Quedé tendido boca arriba en medio de la calle. Un carro de la curtiembre se detuvo a mi lado. La gente comenzó a acercarse. Vi la cara de Beatriz, pálida y asustada. Su padre, un comerciante que venía muy pocas veces a Buenos Aires, se acercó y la tomó por el hombro. En la otra mano sostenía una pistola. Todos hablaban, pero yo no entendía lo que decían. Finalmente algunas palabras del hombre se volvieron comprensibles... " Yo no quería... lo vi saltar y correr hacia Beatriz y temí que la atacara... parecía un loco, con la camisa destrozada y esas cicatrices deformándole la cara..." Ella me tomó una mano, creyendo que yo agonizaba, sin saber que su cercanía era un bálsamo para mi espíritu. Traté de hablarle a su padre, de decirle que lo perdonaba, pero la boca se me llenó de sangre y todo se disolvió en la nada...

Sin saber cómo, me vi otra vez en la biblioteca. La fuerza que me había retenido se aflojó, me pude mover de nuevo, entonces salté por la ventana abierta y me tiré de cabeza a la vereda. Ahí fue cuando Lolo me vio... " 

Todos nos quedamos callados. Hasta Euge, que siempre tiene algo que decir. La historia de Santiago nos había impresionado bastante. Ya habíamos llegado, sin darnos cuenta, hasta la puerta de la partera. Santiago se paró, justo al lado de la Piedra. Nos miró a todos con una sonrisa sobradora. No sé si alguien más sospechó en ese momento que nos había engañado. Lolo quiso decir algo, saltar, qué sé yo... Pero ya era tarde. La mano de Santiago estaba a unos centímetros de la pared, y para Lolo era lo mismo estar a medio metro que a cinco kilómetros. Con una sonrisa triunfal Santiago golpeó la Piedra con la mano abierta, haciendo mucho ruido y gritó "¡Piedra Libre para mi y para todos mis compañeros!" 

Al final, cuando nos dijo que todo había sido un invento, nos reímos. Ya era hora de que alguien le ganara a Lolo y sus piernas mágicas. El juego terminó. Ya comenzaban a aparecer en puertas y ventanas las cabezas de madres, tías o abuelos llamándonos para tomar la merienda. Nos separamos con el vago compromiso de volver a juntarnos para el próximo juego. Yo me fui con Lolo otra vez hacia la esquina de la casa tapiada, porque éramos los únicos que vivíamos para ese lado. 
-¿Viste que bien que me la hizo? -me preguntó- Me distrajo con la historia del fantasma porque sabia que jamás me iba a poder alcanzar. Lástima que lo hiciera pasar por una mentira .. 
-¿Cómo que lo hiciera pasar? 
-Claro, ¿no ves?. Yo no grité porque tuviera miedo de que librara antes que yo. Es que lo vi atravesar la ventana. Esa ventana -y me la señaló. 
Vi los rosales marchitos, apenas unos palos mustios alrededor de las rejas, los muros torturados por las enredaderas, y las ventanas. Intactas. Con sus ladrillos perfectamente unidos. Entonces comprendí la historia que encerraban aquellas paredes, y hasta que punto se vio Santiago como protagonista de ella.
Por un momento me imaginé que, al darme vuelta, vería la ciudad como era en1806, todavía abierta al cielo y al campo. Y que vería a la gente, españoles, criollos y esclavos, corriendo a reunir piedras y ladrillos y mosquetes o granadas de mano para enfrentar a los invasores…
Pero algo había cambiado. Por alguna razón, la casa parecía alegre, distinta. Cruzamos la calle, sin hablar. Vimos una rosa roja y fresca, casi un milagro floreciendo en una planta reseca junto a una ventana, pero tampoco entonces dijimos nada. Recién cuando llegamos a la esquina Lolo abrió la boca.
-Debe estar bien, -me dijo- porque al fin y al cabo, Santiago LIBRÓ PARA TODOS...

Enrique Melantoni
La última rebelión, Amauta - 2006



lunes, 12 de marzo de 2012

Gatito (Detalle de ilustración para póster)

Enrique Melantoni
circa 1984

         La princesa del guisante


En una noche fría y tormentosa
se detuvo, a las puertas de un castillo,
una figura informe y muy lodosa,
mojada desde el pelo a los tobillos.
Como si no quisiera molestar,
golpeó con discreción la fea aldaba
y salió a recibirla el mismo rey,
que aquejado de insomnio se paseaba.
-¿Qué es esta cosa sucia y repugnante?
-se preguntaba el viejo barbacano-,
¿qué busca de mi reino o de mi ley,
oliendo como un chivo o un marrano?
-Soy la prin… Soy la prin… -decía tiritando
la cosa agazapada en el umbral.
-¿La pringosa? –dijo el rey adivinando-,
es cierto, y además hueles muy mal…
-¡No! Soy prin… cesa de un reino muy lejano.
Mi carruaje se atascó y nada lo saca.
He llegado caminando a tu palacio…
-¿Pisando sobre la bosta de las vacas?
Pero el rey, que en el fondo era un buenazo,
le ofreció reparo y alimento caliente,
después que los sirvientes, a baldazos,
le sacaran aquel cieno maloliente.
Debajo de la mugre y las hojitas,
adornada de joyas y bordados,
había una esplendorosa princesita
con aires y ademanes delicados.
Bajó la reina, despierta por el ruido
y el rey su esposo le dijo entusiasmado:
-¡Mira la novia que la lluvia ha traído
para ese hijo nuestro que es tan atolondrado!
La reina no parecía muy convencida.
-El campo no da princesas ni aunque llueva.
Mejor será que antes de darle bienvenida
veamos si supera nuestra prueba.
Y sin más preámbulos subió las escaleras,
abrió un cuarto de huéspedes cerrado
y mandó a las doncellas que trajeran
cuanta ropa de cama hayan guardado.
Seis colchones de lana, diez de plumas,
acolchados de hilo, raso y seda,
una colcha polar color de luna
y, para llegar arriba, una escalera.
Debajo de este tálamo esponjoso
puso la reina su secreto voto:
Oculto en las entrañas de la cama,
un humilde poroto.
Pasó la noche, y al clarear el día,
bajó la princesita bostezando,
con los ojos cerrados todavía,
cuando ya todos estaban trabajando.
-¿Qué tal? ¿Cómo durmió, princesa mía?
-le preguntó la reina cortésmente.
-¡Muy mal! ¿Quién armó el lecho? ¡Qué osadía!
¡Que le ejecuten inmediatamente!
Me duele hasta el volado del gorrito.
Tengo el cuerpo, y no exagero, todo roto.
Pasé la noche entera ahogando un grito
y hoy descubrí, bajo la cama, ¡un poroto!
La reina abrazó al rey con regocijo.
-¡Al fin una princesa verdadera!
Espera a que conozca a nuestro hijo.
Tal vez tengamos boda en primavera…



Más tarde, estaba el rey en la terraza,
con el médico más sabio de la corte,
tomando chocolate en una taza
y escuchando del galeno su reporte.
-Y cómo está su esposa, nuestra reina bendita?
¿Sigue poniendo porotos en los lechos?
El rey dijo que sí. –No se le quita.
Se ha tomado su idea muy a pecho.
Ella cree que, después de no dormir,
nos levantamos preocupados por el reino
y somos más concientes al regir…
Pero eso, a mí, ya no me quita el sueño.
Sin embargo, al ver a la princesa
me he sentido realmente confundido:
Porque el poroto que llevó a su cama
no era un poroto seco. Estaba hervido…

Enrique Melantoni
Billiken, 2011

miércoles, 29 de febrero de 2012

El duende



Afuera, el sol del mediodía recalienta sin piedad la tierra desnuda y opaca el verdor de las plantas. Entra a la casa filtrándose por cualquier resquicio, dibujando caminos luminosos en el piso de la cocina.
La madre amasa, arremangada casi hasta los hombros, mientras la hija adolescente la mira hacer, con la cabeza apoyada sobre los brazos y los brazos sobre la mesa.
—¿Vos no me tenías que traer algo del almacén? —pregunta la madre.
—Sí. Me olvidé… —contesta la hija, sin cambiar de postura. Mira los rayos de sol que se cuelan por la puerta, y las motitas de harina brillando en el aire y moviéndose según quiera la brisa. Canturrea una melodía en voz muy baja.
—Y… ¿estás esperando algo, o pensás que las cosas se van a comprar solas?
—Ahora voy, mamá…
La madre deja de golpear la masa contra la mesa de madera y se queda mirando a su hija.
Tan bonita, tan fresca como una flor recién abierta, y sin embargo… ¿qué pasó con su alegría? ¿Qué se hizo de sus ganas de jugar, de pasear con sus amigas por la orilla del río, de su voluntad de ayudar en la casa? Últimamente se lo pasa sentada, mirando la nada. Se olvida de todo. Es como si tuviera la cabeza en otra parte… ¿Estará enferma, o será otra cosa…?
—Andá a buscar a la abuela —le dice la mujer, mientras se limpia las manos con el delantal—. Ahora mismo.
La jovencita la mira con expresión soñadora, y haciendo un esfuerzo se obliga a obedecer. Con pasos lentos va a buscar a su abuela, que descansa en la habitación más fresca de la casa.
—Abuela, mamá te llama… Está en la cocina.
La anciana, todavía fuerte y saludable, la mira un momento con atención.
—¿Vos estás comiendo bien, querida? Te veo cada vez más delgada… ¿Cómo te sentís?
—Estoy bien, abuela —contesta la niña, cortante—. No me pasa nada. —Por un momento se queda oyendo los ruidos que entran por la ventana—. ¡Escuchá…! Hace tanto calor, que se puede oír el jadeo de los bichitos andando al trote bajo el sol. ¿Oís cómo sisean las plantas, como si estuvieran al rojo vivo?
La abuela se ríe.
—¡Qué cosas te imaginás, preciosa! Vamos, vamos a ver qué quiere tu madre.
—Yo mejor me quedo aquí un ratito. Está mucho más fresco que el resto de la casa —dice la nieta, y se sienta en la reposera. En unos segundos vuelve a caer en un estado de sopor, como cuando estaba en la cocina. Y casi sin quererlo, comienza a canturrear en voz baja.
La abuela le acaricia la cabeza y va a ver a su hija, que la espera afuera, al rayo del sol.
—¿Esperanza se quedó en la pieza? Mejor, así no nos escucha…
—¿Por qué? ¿Me querés hablar de ella?
—Lo que quiero —dice la mujer suspirando—, es que me cuentes aquella historia de cuando eras chica. De esa amiga tuya, ¿te acordás?, a la que perseguía un duende…
—No cualquier duende. “El” Duende… Sí, me acuerdo. Muy pocos lo llegaron a ver. Es muy fuerte y rápido. Y escurridizo. Dicen que, aunque es cabezón y flaco como un palo, puede trepar a una montaña, cruzar un torrente y resistir un huracán sin siquiera agitarse. Es un espíritu que anda por ahí, escondido en los rincones más oscuros de la selva, vestido con un taparrabos nomás. Y lleva un bastón todo de oro, que le ayuda a hacer sus maldades. El cura nos dijo que lo echaron del cielo, por amigarse con Satanás y enemistarse con Dios. De arriba cayó, y vino a parar a esta tierra, acechándonos desde los árboles, siguiéndonos por la selva, buscando, siempre buscando. Porque sólo le gustan las niñas muy lindas, para enloquecerlas y pervertirlas y apoderarse de ellas. Los demás no le importamos.
—Las niñas como Esperanza, ¿no? —dijo la hija, y los ojos se le enrojecieron.
—Sí. Como Esperanza… Yo tenía una amiga muy querida que era igual. Con esa gracia infantil donde ya se puede ver a la mujer hermosa en que se va a convertir. Así le gustan al Duende. Las acecha, las sigue, y en cuanto tiene oportunidad se les acerca y les sopla su aliento asqueroso y envenenado. Desde ese momento, la elegida se pone triste sin ningún motivo, está siempre inquieta y preocupada por razones que no dice. Se enoja por nada, llora y canta y grita e insulta sin poder evitarlo. Se va poniendo cada vez más delgada y perezosa. Se olvida de todo lo que se le pide. Huye del sol y del aire libre. Es fácil descubrir que el Duende la ha soplado, porque empieza a reírse cuando alguien trae una mala noticia.
Además, al tiempo empieza a llevar un anillo de un color imposible de definir, que le ha dado el Duende como señal de compromiso. Si alguien se acerca mucho al anillo, que está hecho de penas y miserias de amor, puede oír el llanto de las muchachas que fueron sus víctimas. Yo no lo vi, pero así me lo contaron. Si nadie puede hacer nada por ella, la hechizada finalmente se escapa en la noche y se va al monte a bailar desnuda a la luz de la luna. Allí la espera el Duende, para poseerla y robarle la juventud y la belleza.
“Pero mi amiga lo resistió. Los padres sospecharon algo cuando comenzó a cambiar su carácter, y usaron todos los remedios conocidos contra el hechizo. La bautizaron de nuevo. La obligaron a vestir de rojo todo el tiempo. Llamaron a un sacerdote para que le pasara su anillo por encima de la cabeza y le hicieron beber agua bendita bajo la luz de las estrellas…
—¿Y qué pasó?
La anciana resopló y emitió una risita.
—¡Uy! Pasó que al Duende le agarró una rabieta, porque no soporta que se le escape una presa. La venganza fue terrible. Se metió en la casa y les rompió todo. ¡Les ensució la comida! Cuando ellos salieron, entró a los dormitorios y les hizo jirones la ropa de las camas. Rompió a piedrazos todos los espejos. Y lloró. Lloró como un animal, de una manera que se lo escuchaba a kilómetros de distancia, de día y de noche. Al fin, derrotado, se fue por ahí a buscar otra víctima.
La mujer se refregó las manos húmedas en el delantal y preguntó, angustiada:
—¿Y si ahora el Duende quiere llevarse a Esperanza? Hace muchos días que está cambiada. Casi no habla. Se la pasa canturreando bajito una música rara. Vive pendiente de los ruidos de la selva. ¡Dice que escucha a las plantas y a los animales!
La anciana miró a su hija con aire crítico.
—¿No te parece que estás exagerando un poco?
—¡No! Quiero que Esperanza vuelva a ser como era antes, cariñosa y encantadora. No la quiero perder…
—Entonces tenemos dos caminos. El primero es así: Llamamos hoy mismo al padrino de la nena y reunimos al resto de la familia. Todos, del primero al último, tenemos que vestirnos de rojo y pintarnos con carbón una cruz en la frente. Delante de la casa, en un fuego, quemamos incienso y mirra, arrojando cada tanto cabellos de mellizos gemelos nacidos un Viernes Santo. Le pedimos al cura agua bendita, y mientras la rociamos a izquierda y derecha recitamos la oración de piedra imán.
—¿De piedra imán?
—Sí. Así se llama. Hay muchas oraciones para reparar lo dañado por el Duende. Palabras de San Cipriano, de Santa Elena, de Alberto Magno. Y mucha gente las conoce. Pero la más efectiva es la de piedra imán.
La hija parecía indecisa. Miró a su alrededor, y le pareció ver sobre la copa de un árbol un hombre flaco y semidesnudo, vigilando la casa. ¿O eran sólo unas ramas entrelazadas?
—Pero… ¿Cabellos de gemelos nacidos un Viernes Santo? —preguntó.
—Es lo que dije, ¿no?
—Sí. No sé… Parece todo muy complicado. ¿Y la otra manera cuál es? Vos dijiste que teníamos dos caminos.
La madre la tomó amorosamente del brazo, y comenzó a caminar hacia la casa.
—La otra es más sencilla —le dijo—. Lo que tenemos que hacer es esperar a la caída del sol, cuando pasa por el camino ese muchacho tan buen mozo que vive un kilómetro arriba, siempre alegre, siempre silbando esa canción que vos no conocés, y que a Esperanza, a fuerza de escucharla con atención, se le ha quedado grabada. No hace mucho los vi charlando, tomados de la mano. Si la nena tiene un novio y llega a casarse, podemos olvidarnos del Duende. Donde hay un amor sincero, el maldito no tiene esperanza…
Un poco más aliviada, la mujer se dejó llevar al interior de la casa, donde el aire era mucho más fresco.

Enrique Melantoni
Imaginaria 2006

lunes, 27 de febrero de 2012

Los hijos de Küién


Nahuel Pillán, (narrador) natural de la zona del lago Lácar,
Provincia del Neuquén, República Argentina, 1° de diciembre de 2004.


“—Yo soy parte de esta tierra, señor. Mis abuelos, y los abuelos de mis abuelos, dejaron sus huellas en estas mismas rocas donde ahora estamos. Sobrevivían criando ovejas, recogiendo frutos o atrapando los peces que el lago les permitía; y mis huesos no reclaman otro lugar para separarse de la carne que aquellas cuevas donde ellos reposan, al pie de la montaña.’

‘Allí y allí, ¿ve?, donde la mahuida se abre como una fruta madura están las cuevas, al ras del agua, y en las cuevas sus huesos y junto a sus huesos alguna ofrenda, que usted podrá juzgar poca cosa, porque somos muy pobres… Tan poca cosa somos, que los dioses casi ni nos miran, aunque nos hayan regalado las cuevas para nuestros muertos. Hace mucho tiempo, esta montaña se volvió insolente con el cielo y llegó a escupir fuego a la cara de los dioses, entonces ellos se enojaron y con un golpe terrible la partieron en dos y una mitad se hundió en el lago, tan hondo que por más que descendiera no alcanzaría a ver el fondo.’

‘Las luces que usted viene buscando pasan algunas noches, rozando el agua, y se han llegado a posar, un momento nomás, en la superficie oscura. Allí y allí, ¿ve? Cerca de las grietas se posan, sobresaltando a los animales. Pero la peor fue la primera de todas. Yo era muy chico entonces, pero el miedo no me impidió acercarme a ver. Esa luz bajó silbando del cielo, y se fue de cabeza donde el lago es más profundo. Todos nos asustamos, porque parecía que Küién, la luna, se había caído al agua y los hombres murmuraban agarrándose la cabeza, y las mujeres y los chicos llorábamos creyendo que la noche se derrumbaba sobre el pueblo. Pero la luna, la verdadera, salió un rato después con la cara blanca de siempre. Entonces, nadie supo decir qué era lo que había caído. Hasta que encontramos al gigante agonizando en la orilla.’

‘Debió venir montado en la luz, porque llevaba puesto un traje que ya no era más que trapos quemados adheridos al cuero. Medía como seis o siete metros de alto y, aunque de lejos parecía un hombre, porque tenía cuerpo y ropas de hombre, la cabeza en cambio era como de toro, con una pelambre enrulada alrededor. Pensamos si no sería un dios de los animales del campo, pero alguien preguntó para qué quieren los animales un dios, para colmo con cuerpo de hombre y si no sería tal vez un hijo de la luna que se hubiera caído de su casa, allá arriba.’

‘Estas cosas pensábamos, parados alrededor del hombre-toro, cuando estiró un brazo que había tenido pegado al cuerpo y vimos el pedazo de metal que tenía clavado en el pecho, cerca del sobaco. Empezó a respirar más fuerte y a echar sangre por la boca y la nariz. Después nos miró, sin miedo, como si nos conociera, y rodó para quedar boca arriba. La luna le iluminó la cara y así se murió, mirando a su mamá, mientras la sangre se mezclaba con las aguas del lago.’

‘No sabíamos si dejarlo ahí o enterrarlo, porque si se descomponía tanta carne no se iba a poder respirar, pero si lo enterrábamos y bajaban a buscarlo, sus hermanos del cielo se iban a enojar con nosotros. Alguien notó que en el agua los peces nadaban a través de la sangre y no les hacía ningún mal. Lo consultamos con la luna hasta que se ocultó y cuando Antü, el sol, salió a comerse la neblina, habíamos encontrado una solución. Unos días después, cuando las otras luces comenzaron a bajar del cielo, recorriendo el lago y las montañas, no encontraron nada. Día y noche buscaron al huanguelenkulliñ sin encontrarlo, porque ya lo habíamos carneado y repartido por igual entre todos y en el mismo fuego donde lo cocinamos quemamos también los huesos, que eran muchos y muy pesados. Con la ceniza abonamos los plantíos. Lo que quedaba de su ropa y las partes de fierro las tiramos en lo profundo del lago, donde se hundieron para siempre.’

‘Desde entonces, el hombre-toro sigue vivo en nosotros. Ahora todos somos hijos de Küién y para festejarlo hacemos un nuevo baile en nuestras celebraciones y las luces ya no nos molestan. Y cantamos el Tayül del Kutraltoro en recuerdo de aquel que bajó del cielo para darnos su carne y sus huesos, y dejar su sangre en nuestra mapu. Así que puede volver a la ciudad, señor, para decirle a sus jefes que nosotros somos también hijos de Küién, la luna. Tal vez así no nos olviden y nos dejen seguir viviendo en esta mapu que mis abuelos, y los abuelos de mis abuelos, aprendieron a querer.”

Enrique Melantoni
Biblioteca Imaginaria - 2006