viernes, 24 de febrero de 2012

Las palomas


Como un dragón inconcebible que se enrosca en torno a las montañas y aplasta con su vientre los valles, el ejército ha entrado en Armenia. La cabeza del monstruo, el cruel Tamerlán, descansa de sus fatigas a la orilla del lago Sewan.
Hay algo misterioso en ese lugar, en esas aguas azules, en la isla donde se levanta el pequeño monasterio, que lo inquieta y lo perturba. Pero ninguna resistencia es posible ante el avance de su codicia. Y nunca lo será. Desde el cálido Mediterráneo hasta la helada Moscú sabrán de su poder.
Hoy está aquí, a la orilla del Sewan, contemplando ese edificio donde, le han dicho, vive un hombre santo, el padre Ohán.
Tamerlán ya ha capturado a todos los armenios que se cruzaron en su camino. Pueblos enteros de hombres, mujeres y niños.
Sin embargo, ante el silencioso monasterio, duda.
Una figura se desprende del muro. Un hombre que camina hacia la orilla por la hierba verde de la isla. Un monje anciano, que sacude el bastón y le grita, a él, que no comprende otra cosa que el sometimiento.
El anciano, protestando aún, se acerca a la orilla y sin dudar apoya un pie en el agua.
Y luego el otro.
Y sigue, caminando sobre la superficie móvil del lago como si estuviera en tierra seca, en dirección al conquistador, que siente el terror por primera vez en su vida.
Ahora es Tamerlán el que le grita al hombre, espantado, que regrese por donde vino.
-¿Qué deseas? –le pregunta- ¿Tesoros? ¿Poder? Todo te daré si rezas por mí. ¡Vuelve a tu monasterio, padre Ohán!
Sobre el delicado encaje de la espuma, los pies del monje se detienen.
-Yo sólo quiero a mi pueblo… Déjalos libres. Déjales vivir sus vidas en este mundo, bajo este sol.
-Si eso deseas, te daré a la gente que quepa en tu convento. Perdonaré sus vidas, si rezas por mí.
El padre Ohán regresa al convento, a esperar la llegada de sus fieles.
Tamerlán da la orden a sus tropas. Los prisioneros armenios entrarán al convento detrás del padre, hasta que ya no quepan más. A los que no entren, los matará.
Larguísima es la fila de los hombres, mujeres y niños que van pasando por la puerta. Pero por muchos que entran, el monasterio no se llena.
Pronto pasan de cien mil. Pronto alcanzan el millón. Ya entran los últimos. Todos los prisioneros, todos, han entrado al convento, que sigue silencioso y tranquilo.
Otra vez se turba el espíritu de Tamerlán ante lo que no entiende. ¿Dónde están? ¿Dónde se han ido?
El ejército rodea la isla, pero no se ha visto a nadie escapar.
Tamerlán en persona entra en el monasterio. Y lo encuentra vacío.
En una habitación que da a las montañas encuentra al padre Ohán parado junto a la ventana. Tiene en sus manos una paloma y la cara húmeda por las lágrimas.
-¿Qué portento es este? ¿Dónde están mis prisioneros?
El padre suelta con delicadeza a la paloma, que abre las alas y se aleja. Luego sonríe al invasor.
-El último se acaba de ir…
Enrique Melantoni 

Publicado en "Mis abuelos también lo cuentan",
Dirección General de Relaciones Institucionales del Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires, 2011
Ilustrado por María Elina Méndez

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