lunes, 27 de febrero de 2012

Los hijos de Küién


Nahuel Pillán, (narrador) natural de la zona del lago Lácar,
Provincia del Neuquén, República Argentina, 1° de diciembre de 2004.


“—Yo soy parte de esta tierra, señor. Mis abuelos, y los abuelos de mis abuelos, dejaron sus huellas en estas mismas rocas donde ahora estamos. Sobrevivían criando ovejas, recogiendo frutos o atrapando los peces que el lago les permitía; y mis huesos no reclaman otro lugar para separarse de la carne que aquellas cuevas donde ellos reposan, al pie de la montaña.’

‘Allí y allí, ¿ve?, donde la mahuida se abre como una fruta madura están las cuevas, al ras del agua, y en las cuevas sus huesos y junto a sus huesos alguna ofrenda, que usted podrá juzgar poca cosa, porque somos muy pobres… Tan poca cosa somos, que los dioses casi ni nos miran, aunque nos hayan regalado las cuevas para nuestros muertos. Hace mucho tiempo, esta montaña se volvió insolente con el cielo y llegó a escupir fuego a la cara de los dioses, entonces ellos se enojaron y con un golpe terrible la partieron en dos y una mitad se hundió en el lago, tan hondo que por más que descendiera no alcanzaría a ver el fondo.’

‘Las luces que usted viene buscando pasan algunas noches, rozando el agua, y se han llegado a posar, un momento nomás, en la superficie oscura. Allí y allí, ¿ve? Cerca de las grietas se posan, sobresaltando a los animales. Pero la peor fue la primera de todas. Yo era muy chico entonces, pero el miedo no me impidió acercarme a ver. Esa luz bajó silbando del cielo, y se fue de cabeza donde el lago es más profundo. Todos nos asustamos, porque parecía que Küién, la luna, se había caído al agua y los hombres murmuraban agarrándose la cabeza, y las mujeres y los chicos llorábamos creyendo que la noche se derrumbaba sobre el pueblo. Pero la luna, la verdadera, salió un rato después con la cara blanca de siempre. Entonces, nadie supo decir qué era lo que había caído. Hasta que encontramos al gigante agonizando en la orilla.’

‘Debió venir montado en la luz, porque llevaba puesto un traje que ya no era más que trapos quemados adheridos al cuero. Medía como seis o siete metros de alto y, aunque de lejos parecía un hombre, porque tenía cuerpo y ropas de hombre, la cabeza en cambio era como de toro, con una pelambre enrulada alrededor. Pensamos si no sería un dios de los animales del campo, pero alguien preguntó para qué quieren los animales un dios, para colmo con cuerpo de hombre y si no sería tal vez un hijo de la luna que se hubiera caído de su casa, allá arriba.’

‘Estas cosas pensábamos, parados alrededor del hombre-toro, cuando estiró un brazo que había tenido pegado al cuerpo y vimos el pedazo de metal que tenía clavado en el pecho, cerca del sobaco. Empezó a respirar más fuerte y a echar sangre por la boca y la nariz. Después nos miró, sin miedo, como si nos conociera, y rodó para quedar boca arriba. La luna le iluminó la cara y así se murió, mirando a su mamá, mientras la sangre se mezclaba con las aguas del lago.’

‘No sabíamos si dejarlo ahí o enterrarlo, porque si se descomponía tanta carne no se iba a poder respirar, pero si lo enterrábamos y bajaban a buscarlo, sus hermanos del cielo se iban a enojar con nosotros. Alguien notó que en el agua los peces nadaban a través de la sangre y no les hacía ningún mal. Lo consultamos con la luna hasta que se ocultó y cuando Antü, el sol, salió a comerse la neblina, habíamos encontrado una solución. Unos días después, cuando las otras luces comenzaron a bajar del cielo, recorriendo el lago y las montañas, no encontraron nada. Día y noche buscaron al huanguelenkulliñ sin encontrarlo, porque ya lo habíamos carneado y repartido por igual entre todos y en el mismo fuego donde lo cocinamos quemamos también los huesos, que eran muchos y muy pesados. Con la ceniza abonamos los plantíos. Lo que quedaba de su ropa y las partes de fierro las tiramos en lo profundo del lago, donde se hundieron para siempre.’

‘Desde entonces, el hombre-toro sigue vivo en nosotros. Ahora todos somos hijos de Küién y para festejarlo hacemos un nuevo baile en nuestras celebraciones y las luces ya no nos molestan. Y cantamos el Tayül del Kutraltoro en recuerdo de aquel que bajó del cielo para darnos su carne y sus huesos, y dejar su sangre en nuestra mapu. Así que puede volver a la ciudad, señor, para decirle a sus jefes que nosotros somos también hijos de Küién, la luna. Tal vez así no nos olviden y nos dejen seguir viviendo en esta mapu que mis abuelos, y los abuelos de mis abuelos, aprendieron a querer.”

Enrique Melantoni
Biblioteca Imaginaria - 2006

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