Para viajar al país de los popoches
(Turru popochi, o “Popochelandia” como le dice mi sobrinito), se necesita algo
más que un boleto de tren o de micro. Hay que tener sed de aventuras.
Pero ojo, porque esta sed no se
calma con una botellita de aventuras comprada en cualquier almacén, sino con un
buen paquete turístico de aventura.
Para alcanzar sus tierras, el
viajero previsor debe tener a mano un vehículo todo terreno, un bote, una
bicicleta y un avión de papel de tamaño natural. No cometan el error del
profesor Pérez, del Museo Arqueológico, que llevó todo menos el papel para el
avión y todavía se está lamentando.
El procedimiento es así:
Una vez que se bajen del vehículo
en medio de sus territorios, (mucho pasto y cielo, unos árboles a lo lejos,
alguna montaña en el horizonte), van a ver un habitante del lugar.
Pero él no los va a ver a ustedes,
porque estará durmiendo. El sueño es algo muy importante en todas las culturas,
o debería serlo. Si ustedes están de acuerdo con esto, no intenten despertar al
durmiente.
Tienen que sentarse cerca (si
trajeron una silla mejor) y esperar.
Aquí los métodos difieren.
El profesor Pest de Budapest
aconseja esperar despierto. La doctora Genoveva de Acanomás, por el contrario,
dice que es mejor dormir una siesta.
Nosotros recomendamos lo segundo,
porque si el popoche se despierta y nos ve ahí, sentados, mirándolo fijo,
seguro que hará lo mismo que cualquier durmiente de cualquier cultura que se
despierta y encuentra a un desconocido que lo mira fijo: Se asustará y saldrá
corriendo y entonces… no lo encontraremos más. En cambio, si dormimos cerca, él
soñará con nosotros y nosotros con él y ahí comienza la aventura.
La lengua popoche (turrudungun, la
llamaban otros pueblos) no es como la nuestra. Se valen de silbidos, gestos,
volteretas, juegan a la estatua… Pero se les entiende todo. Claro que, hablando
así, una discusión sería muy larga y agotadora, así que los popoches decidieron
estar siempre de acuerdo.
Para simplificar, voy a traducir
todos los diálogos y los nombres a nuestro idioma.
Es probable que al vernos el
lugareño nos pregunte:
-¿Cómo te llamás?
¡No contesten jamás a esta
pregunta! Pongan cara de:
-No sé…
Así conseguirán ser bautizados con
un nombre popoche, que es la única manera de seguir el viaje.
Después que nos ponga nombre, nos
preguntará si trajimos papel para hacer el avión.
(Esta fue la última anotación en el
diario de viaje del profesor Pérez, que se dejó el papel en la casa y se
despertó solo, en el medio del campo, sin poder recordar siquiera su nombre en
popoche.)
Nosotros, que somos más previsores,
le entregamos el papel y lo dejamos armarlo.
Ahí nomás, como si fuera un
ingeniero aeronáutico, va a hacer los dobleces necesarios para construir un
planeador, lo va a atar en nuestra espalda y nos va a pedir que subamos a la
bicicleta. (Por favor, ¡díganme que no se olvidaron la bicicleta!)
Pedaleamos unos metros y el avión
de papel, como si fuera cosa de magia, nos levanta por el aire y se pone a dar
vueltas. Al cabo de unos minutos volvemos a tocar tierra, exactamente en el
mismo lugar donde despegamos.
La diferencia es que ahora hay todo
un pueblo popoche para recibirnos con alegría, como si fuéramos un primo que
vuelve de lejos.
Nos abrazan, nos dan la mano, nos
guiñan el ojo o fruncen la pera. (Esta última es una costumbre muy popoche que
a nosotros, sin práctica, no nos sale).
El popoche es un pueblo original.
Aunque no tienen literatura, cuando deben tomar una decisión difícil le piden
al brujo de la tribu que les cuente un cuento.
Yo escuché algunas de esas
historias y parecen de ciencia ficción, porque siempre transcurren en el
futuro.
El brujo cuenta que ve a Ubaldo, o
Cirilo, o quien sea que hace la consulta, arreando muchas vacas, o viviendo en
un palacio, o buscando un poroto en el fondo de una bolsa. Y de acuerdo a lo
que cuenta, el que hizo la consulta decide qué camino tomar. Si les gusta lo
que el brujo ve en su futuro, siguen adelante con su decisión, o no. Y si no
les gusta, siguen adelante con su decisión, o no.
Me contaron que una vez, el brujo
vio a Cirilo dueño y señor de un gran edificio, lleno de empleados que
trabajaban para él. Cirilo era el jefe de todos. Y cuando la historia terminó,
Cirilo dijo que no haría el negocio que le habían propuesto, porque si ese era
el futuro que le esperaba, no le interesaba. Y se fue al río a pescar.
Otra actividad muy importante para
el pueblo popoche es soñar. Como no hay diferencia para ellos entre un mundo y
el otro, lo primero que hacen a la mañana al despertar es contarse los sueños
de la noche anterior. Cuando vuelven a dormir, sueñan que despiertan en otro
lado y también cuentan lo que hicieron durante el día anterior.
Hace mucho tiempo que tratan de
decidir si un mundo es más real que el otro, pero todavía no están seguros.
—Es que a veces se encuentran dos
amigos que tuvieron exactamente el mismo sueño. Entonces no sabemos qué pensar
-me dice el popoche que conocí al principio del viaje-. Yo estuve toda una
tarde buscando unas flores que cantaban cerca del río, porque me gustaba la
música que hacían, pero estaban en el otro mundo…
Podría contarles muchas cosas más
sobre este pueblo. Si las supiera. Porque tanto escuchar sobre los sueños me
dio ganas de dormir a mí también. Cuando desperté, ya no estaban.
Así que saqué unas fotos, tomé
algunas muestras del terreno y me volví a casa, planeando mi próxima visita.
Sé que en los círculos académicos
no creen mi relato. Pero si piensan que lo inventé, pueden venir a escuchar dos
flores que cantan en mi jardín.
Hacen unos contrapuntos muy
bonitos.