sábado, 21 de abril de 2018

Urbanas

Las leyendas urbanas son productos de una ciudad 
que crece y evoluciona. Cuanto más antiguo es el lugar, 
más se confunden con los mitos y leyendas de sus pobladores. 
No siempre tratan de aparecidos, aunque las más populares tienen su fantasma. Aquí reunimos una pequeña muestra de las incontables leyendas de ciudades argentinas, desde antes de que fuera fundada, hasta hace un ratito.

El libro es de Editorial Norma, y tiene ilustraciones de Koff


Y de yapa, una leyenda europea que se las arregló 
para cruzar el mar, llegar hasta nuestras tierras 
y afincarse en uno de los barrios de Buenos Aires.

Iosele

(Leyenda urbana del barrio de Balvanera)

Yo tenía siete años y el cielo era inmenso y el mundo enorme. Hasta donde me alcanzaba la vista, la calle en la que vivía se esfumaba a lo lejos en un horizonte de ladrillos y cemento.
Buenos Aires estaba creciendo rápido. Cada vez venía más gente de otros países a vivir aquí, y a alguien se le ocurrió, para aprovechar mejor el espacio, dividir algunas manzanas con una callecita angosta bordeada de casas.
Así nacieron los pasajes. En el barrio de Balvanera había varios. Yo vivía en uno de ellos.
Unas puertas más allá de la mía, casi al final del pasaje, vivía don Elías, un anciano judío religioso.
Yo me lo cruzaba muchas veces en el día. Por ejemplo, a la mañana, cuando de alguna estación de tren, apenas salía el sol, llegaba el carro del lechero cargado con unos tachos grandes y plateados y montones de jarritos de distintas medidas y los vecinos del pasaje salíamos a comprarle y nos saludábamos.
Casi nunca veía a don Elías de noche. Salvo una en que, cuando todavía faltaban al menos dos horas para la salida del sol, unos ruidos extraños me despertaron. Me asomé a la ventana, y pude ver como dejaba entrar a su casa a varios hombres con sacones largos y otros con ropas de trabajo. Estos últimos cargaban con esfuerzo una enorme caja de madera que parecía muy pesada.
Al día siguiente, después de la escuela, los chicos y las chicas del barrio jugamos a la escondida. No llegábamos a diez, así que los escondites tenían que ser buenos, para que la búsqueda se alargara lo más posible. Yo pensaba aprovechar los macetones que los vecinos del pasaje ponían frente a las puertas, aunque sabía que probablemente me encontrarían rápido…
-Ahí te tan a descubrir enseguida, Santino –dijo don Elías a mis espaldas.
Me sobresaltó. Parecía tan serio cuando lo veía caminar despacio, con su barba blanca larga que le tapaba el pecho y sus ojos celestes gastados de tanto mirar. Pero ahora tenía en la mirada una chispa divertida.
-¿Querés esconderte en mi zaguán? ¿Te dejo la puerta abierta? 
Recién entonces me di cuenta de que detrás de don Elías había otro hombre más joven. También con barba, pero la de él era negra. Iba vestido como para aguantar una tormenta invernal y usaba un sombrero enorme y peludo, aunque estábamos en primavera.
-No sé, ¡a ver si después le roban! –respondí-. Mi papá dice que últimamente hay mucha miseria y hay que cuidarse de los ladrones -añadí -¿No vio lo que le pasó a los vecinos de adelante?
-¿Quién va a querer robarle a un viejo pobretón? –me respondió don Elías mostrándome las palmas de las manos- Lo que sacaran de mi casa no les alcanzaría ni para pagar las balas -dijo con una sonrisa- Pasá, pasá, no te preocupes –agregó y se fue seguido del hombre de sombrero.
Yo me acomodé en su zaguán. Desde allí alcanzaba a ver la salida del pasaje y a mi amigo buscando a los escondidos. Esa tarde, a mí no me encontró.
Más tarde, después de ir a mi casa y merendar, me encontré a don Elías tratando de atornillar de nuevo un objeto de metal que tenía sobre el marco y que siempre me había llamado la atención.  Al verme, dijo:
-Este tornillo ya está demasiado gastado. Voy a tener que buscar otro para sujetar bien la mezuzá.
-¿Qué es eso? ¿Un adorno?
-No, poner una mezuzá en la puerta es una costumbre de nuestro pueblo. Adentro tiene dos frases de las Escrituras que protegen a la casa y a sus habitantes.
-¿Y eso le alcanzará si viene un ladrón?
-Esto y algo más que estamos haciendo para cuidarnos a todos. Si querés, te lo muestro para que no tengas más miedo. Pero todavía no se lo cuentes a nadie… -me dijo después de abrir la puerta cancel.
Lo seguí. La casa tenía un olor que no podía reconocer. Con el tiempo lo volví a sentir en algunas cosas terriblemente viejas. Olía a humedad de río, a túneles, a olvido, a secreto.
Por todas partes se elevaban hasta el techo bibliotecas repletas de libros y rollos de papel y los que no tenían un lugar en los estantes se apilaban en sillas, mesitas o directamente en el piso, apoyados contra la pared. Donde no había libros, había figuritas de barro, de bronce, de hierro. Un candelabro de muchos brazos me llamó la atención. Las sombras se hacían más oscuras a su alrededor, como pidiendo las velas. Las paredes empapeladas casi no se veían entre los retratos y fotos de hombres de otra época, viejos incluso comparados con don Elías.
Pasamos entre los libros y paquetes. Vi en una mesa un pergamino, enrollado desde cada extremo en unas barras de madera decoradas. Frente a la puerta que se abría a un pasillo estaba la caja que yo había visto traer unos días antes. En el interior de la caja no había nada, salvo algunos restos de tierra hechos mazacote. Don Elías siguió la dirección de mi mirada.
-Esa caja vino desde muy lejos. Lo que traía surgió de la tierra, como nació de la tierra el primer hombre que hizo Dios.
-¿Adán?
-Sí, Adán. Que en la Biblia algunas veces también es llamado Golem. Hace muchos años, un hombre como yo, infinitamente más sabio, se preguntó si no podríamos, en caso de necesidad, imitar lo que hizo Dios. Hoy nosotros, aquí, estamos siguiendo su receta.
Me sonrió, pero yo empecé a sentir miedo. En ese momento me pareció que don Elías estaba un poco loco.
Cruzamos un pasillo hasta llegar a la habitación del fondo que tenía manchas barrosas en el umbral. Don Elías abrió y entró. Yo no pude pasar de la puerta. En la penumbra, veía el modelado en barro de un hombre gris, a medio formar, tan alto que llegaba casi hasta el techo. A su alrededor, el señor del sombrero peludo, ahora en mangas de camisa, esculpía la figura con las manos. Le había hecho una espalda anchísima y unas piernas gruesas. Los pies eran enormes. La cabeza no tenía forma y donde debía estar la cara se veía una masa horrible, como si la figura de barro estuviera gritando y derritiéndose.
Los hombres de saco largo que también había visto la otra noche estaban parados contra la pared y se mecían, murmurando algo. Me pareció que estaban rezando.
Me dio miedo. Por un momento me pareció que el pecho del hombre de barro se sacudía, como si intentara respirar. Retrocedí hasta la puerta y me escapé. No dije nada en casa porque sabía que me iban a retar por haber entrado en un lugar extraño.
Desde entonces, traté de no cruzarme con el viejo.
No habría pasado una semana, cuando una tarde, volviendo del colegio, vi lo que mi papá tanto temía. Había dos hombres parados frente a la puerta de don Elías, apuntándole con un arma.
-¡Danos lo que trajiste en esa caja! ¡Sabemos que tenés mucha plata escondida!
Don Elías solo gritaba:
-"Iosele!, Iosele!".
De adentro de la casa se escuchó un estruendo y el piso tembló. Los ladrones, aterrorizados, empezaron a correr como locos. Pasaron a mi lado con una expresión de horror y al llegar a la calle se dieron vuelta. Yo quedé entre ellos y don Elías.
No vi cuando dispararon. Porque apenas sonaron los tiros, un cuerpo enorme que ocupaba casi el ancho del pasaje me envolvió. Absorbió todas las balas, que quedaron adentro de él. Olía a barro de río, pero se movía con agilidad. Se irguió y comenzó a perseguirlos.
Desapareció a la salida del pasaje y al cabo de un segundo se oyeron gritos. Todos nos quedamos congelados, hasta que el gigante regresó, caminando despacio, como si estuviera dando un paseo. Pasó al lado mío y me dedicó una breve mirada sin expresión. Me di cuenta de que su cabeza llegaba hasta el primer piso y que en la frente, como marcadas con un punzón, había unas letras.
Don Elías lo llamaba: "Vení, Iosele, vení". Y le señalaba la puerta de su casa.
El gigante tuvo que doblarse en dos para entrar. Desde entonces, comenzó a correr la voz de que en el barrio había un protector imparable, a prueba de balas. Y alguien mencionó que no era el único. Que en Praga, en Europa, había otros.
Fue la última vez que vi al gigante de barro. Pero de vez en cuando iban llegando las noticias de otras personas vecinas que habían sido auxiliadas por un Golem. 
Por el defensor del barrio. Por Iosele, como le decía don Elías.
Por Josecito.

Enrique Melantoni, 2018


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