miércoles, 29 de febrero de 2012

El duende



Afuera, el sol del mediodía recalienta sin piedad la tierra desnuda y opaca el verdor de las plantas. Entra a la casa filtrándose por cualquier resquicio, dibujando caminos luminosos en el piso de la cocina.
La madre amasa, arremangada casi hasta los hombros, mientras la hija adolescente la mira hacer, con la cabeza apoyada sobre los brazos y los brazos sobre la mesa.
—¿Vos no me tenías que traer algo del almacén? —pregunta la madre.
—Sí. Me olvidé… —contesta la hija, sin cambiar de postura. Mira los rayos de sol que se cuelan por la puerta, y las motitas de harina brillando en el aire y moviéndose según quiera la brisa. Canturrea una melodía en voz muy baja.
—Y… ¿estás esperando algo, o pensás que las cosas se van a comprar solas?
—Ahora voy, mamá…
La madre deja de golpear la masa contra la mesa de madera y se queda mirando a su hija.
Tan bonita, tan fresca como una flor recién abierta, y sin embargo… ¿qué pasó con su alegría? ¿Qué se hizo de sus ganas de jugar, de pasear con sus amigas por la orilla del río, de su voluntad de ayudar en la casa? Últimamente se lo pasa sentada, mirando la nada. Se olvida de todo. Es como si tuviera la cabeza en otra parte… ¿Estará enferma, o será otra cosa…?
—Andá a buscar a la abuela —le dice la mujer, mientras se limpia las manos con el delantal—. Ahora mismo.
La jovencita la mira con expresión soñadora, y haciendo un esfuerzo se obliga a obedecer. Con pasos lentos va a buscar a su abuela, que descansa en la habitación más fresca de la casa.
—Abuela, mamá te llama… Está en la cocina.
La anciana, todavía fuerte y saludable, la mira un momento con atención.
—¿Vos estás comiendo bien, querida? Te veo cada vez más delgada… ¿Cómo te sentís?
—Estoy bien, abuela —contesta la niña, cortante—. No me pasa nada. —Por un momento se queda oyendo los ruidos que entran por la ventana—. ¡Escuchá…! Hace tanto calor, que se puede oír el jadeo de los bichitos andando al trote bajo el sol. ¿Oís cómo sisean las plantas, como si estuvieran al rojo vivo?
La abuela se ríe.
—¡Qué cosas te imaginás, preciosa! Vamos, vamos a ver qué quiere tu madre.
—Yo mejor me quedo aquí un ratito. Está mucho más fresco que el resto de la casa —dice la nieta, y se sienta en la reposera. En unos segundos vuelve a caer en un estado de sopor, como cuando estaba en la cocina. Y casi sin quererlo, comienza a canturrear en voz baja.
La abuela le acaricia la cabeza y va a ver a su hija, que la espera afuera, al rayo del sol.
—¿Esperanza se quedó en la pieza? Mejor, así no nos escucha…
—¿Por qué? ¿Me querés hablar de ella?
—Lo que quiero —dice la mujer suspirando—, es que me cuentes aquella historia de cuando eras chica. De esa amiga tuya, ¿te acordás?, a la que perseguía un duende…
—No cualquier duende. “El” Duende… Sí, me acuerdo. Muy pocos lo llegaron a ver. Es muy fuerte y rápido. Y escurridizo. Dicen que, aunque es cabezón y flaco como un palo, puede trepar a una montaña, cruzar un torrente y resistir un huracán sin siquiera agitarse. Es un espíritu que anda por ahí, escondido en los rincones más oscuros de la selva, vestido con un taparrabos nomás. Y lleva un bastón todo de oro, que le ayuda a hacer sus maldades. El cura nos dijo que lo echaron del cielo, por amigarse con Satanás y enemistarse con Dios. De arriba cayó, y vino a parar a esta tierra, acechándonos desde los árboles, siguiéndonos por la selva, buscando, siempre buscando. Porque sólo le gustan las niñas muy lindas, para enloquecerlas y pervertirlas y apoderarse de ellas. Los demás no le importamos.
—Las niñas como Esperanza, ¿no? —dijo la hija, y los ojos se le enrojecieron.
—Sí. Como Esperanza… Yo tenía una amiga muy querida que era igual. Con esa gracia infantil donde ya se puede ver a la mujer hermosa en que se va a convertir. Así le gustan al Duende. Las acecha, las sigue, y en cuanto tiene oportunidad se les acerca y les sopla su aliento asqueroso y envenenado. Desde ese momento, la elegida se pone triste sin ningún motivo, está siempre inquieta y preocupada por razones que no dice. Se enoja por nada, llora y canta y grita e insulta sin poder evitarlo. Se va poniendo cada vez más delgada y perezosa. Se olvida de todo lo que se le pide. Huye del sol y del aire libre. Es fácil descubrir que el Duende la ha soplado, porque empieza a reírse cuando alguien trae una mala noticia.
Además, al tiempo empieza a llevar un anillo de un color imposible de definir, que le ha dado el Duende como señal de compromiso. Si alguien se acerca mucho al anillo, que está hecho de penas y miserias de amor, puede oír el llanto de las muchachas que fueron sus víctimas. Yo no lo vi, pero así me lo contaron. Si nadie puede hacer nada por ella, la hechizada finalmente se escapa en la noche y se va al monte a bailar desnuda a la luz de la luna. Allí la espera el Duende, para poseerla y robarle la juventud y la belleza.
“Pero mi amiga lo resistió. Los padres sospecharon algo cuando comenzó a cambiar su carácter, y usaron todos los remedios conocidos contra el hechizo. La bautizaron de nuevo. La obligaron a vestir de rojo todo el tiempo. Llamaron a un sacerdote para que le pasara su anillo por encima de la cabeza y le hicieron beber agua bendita bajo la luz de las estrellas…
—¿Y qué pasó?
La anciana resopló y emitió una risita.
—¡Uy! Pasó que al Duende le agarró una rabieta, porque no soporta que se le escape una presa. La venganza fue terrible. Se metió en la casa y les rompió todo. ¡Les ensució la comida! Cuando ellos salieron, entró a los dormitorios y les hizo jirones la ropa de las camas. Rompió a piedrazos todos los espejos. Y lloró. Lloró como un animal, de una manera que se lo escuchaba a kilómetros de distancia, de día y de noche. Al fin, derrotado, se fue por ahí a buscar otra víctima.
La mujer se refregó las manos húmedas en el delantal y preguntó, angustiada:
—¿Y si ahora el Duende quiere llevarse a Esperanza? Hace muchos días que está cambiada. Casi no habla. Se la pasa canturreando bajito una música rara. Vive pendiente de los ruidos de la selva. ¡Dice que escucha a las plantas y a los animales!
La anciana miró a su hija con aire crítico.
—¿No te parece que estás exagerando un poco?
—¡No! Quiero que Esperanza vuelva a ser como era antes, cariñosa y encantadora. No la quiero perder…
—Entonces tenemos dos caminos. El primero es así: Llamamos hoy mismo al padrino de la nena y reunimos al resto de la familia. Todos, del primero al último, tenemos que vestirnos de rojo y pintarnos con carbón una cruz en la frente. Delante de la casa, en un fuego, quemamos incienso y mirra, arrojando cada tanto cabellos de mellizos gemelos nacidos un Viernes Santo. Le pedimos al cura agua bendita, y mientras la rociamos a izquierda y derecha recitamos la oración de piedra imán.
—¿De piedra imán?
—Sí. Así se llama. Hay muchas oraciones para reparar lo dañado por el Duende. Palabras de San Cipriano, de Santa Elena, de Alberto Magno. Y mucha gente las conoce. Pero la más efectiva es la de piedra imán.
La hija parecía indecisa. Miró a su alrededor, y le pareció ver sobre la copa de un árbol un hombre flaco y semidesnudo, vigilando la casa. ¿O eran sólo unas ramas entrelazadas?
—Pero… ¿Cabellos de gemelos nacidos un Viernes Santo? —preguntó.
—Es lo que dije, ¿no?
—Sí. No sé… Parece todo muy complicado. ¿Y la otra manera cuál es? Vos dijiste que teníamos dos caminos.
La madre la tomó amorosamente del brazo, y comenzó a caminar hacia la casa.
—La otra es más sencilla —le dijo—. Lo que tenemos que hacer es esperar a la caída del sol, cuando pasa por el camino ese muchacho tan buen mozo que vive un kilómetro arriba, siempre alegre, siempre silbando esa canción que vos no conocés, y que a Esperanza, a fuerza de escucharla con atención, se le ha quedado grabada. No hace mucho los vi charlando, tomados de la mano. Si la nena tiene un novio y llega a casarse, podemos olvidarnos del Duende. Donde hay un amor sincero, el maldito no tiene esperanza…
Un poco más aliviada, la mujer se dejó llevar al interior de la casa, donde el aire era mucho más fresco.

Enrique Melantoni
Imaginaria 2006

lunes, 27 de febrero de 2012

Los hijos de Küién


Nahuel Pillán, (narrador) natural de la zona del lago Lácar,
Provincia del Neuquén, República Argentina, 1° de diciembre de 2004.


“—Yo soy parte de esta tierra, señor. Mis abuelos, y los abuelos de mis abuelos, dejaron sus huellas en estas mismas rocas donde ahora estamos. Sobrevivían criando ovejas, recogiendo frutos o atrapando los peces que el lago les permitía; y mis huesos no reclaman otro lugar para separarse de la carne que aquellas cuevas donde ellos reposan, al pie de la montaña.’

‘Allí y allí, ¿ve?, donde la mahuida se abre como una fruta madura están las cuevas, al ras del agua, y en las cuevas sus huesos y junto a sus huesos alguna ofrenda, que usted podrá juzgar poca cosa, porque somos muy pobres… Tan poca cosa somos, que los dioses casi ni nos miran, aunque nos hayan regalado las cuevas para nuestros muertos. Hace mucho tiempo, esta montaña se volvió insolente con el cielo y llegó a escupir fuego a la cara de los dioses, entonces ellos se enojaron y con un golpe terrible la partieron en dos y una mitad se hundió en el lago, tan hondo que por más que descendiera no alcanzaría a ver el fondo.’

‘Las luces que usted viene buscando pasan algunas noches, rozando el agua, y se han llegado a posar, un momento nomás, en la superficie oscura. Allí y allí, ¿ve? Cerca de las grietas se posan, sobresaltando a los animales. Pero la peor fue la primera de todas. Yo era muy chico entonces, pero el miedo no me impidió acercarme a ver. Esa luz bajó silbando del cielo, y se fue de cabeza donde el lago es más profundo. Todos nos asustamos, porque parecía que Küién, la luna, se había caído al agua y los hombres murmuraban agarrándose la cabeza, y las mujeres y los chicos llorábamos creyendo que la noche se derrumbaba sobre el pueblo. Pero la luna, la verdadera, salió un rato después con la cara blanca de siempre. Entonces, nadie supo decir qué era lo que había caído. Hasta que encontramos al gigante agonizando en la orilla.’

‘Debió venir montado en la luz, porque llevaba puesto un traje que ya no era más que trapos quemados adheridos al cuero. Medía como seis o siete metros de alto y, aunque de lejos parecía un hombre, porque tenía cuerpo y ropas de hombre, la cabeza en cambio era como de toro, con una pelambre enrulada alrededor. Pensamos si no sería un dios de los animales del campo, pero alguien preguntó para qué quieren los animales un dios, para colmo con cuerpo de hombre y si no sería tal vez un hijo de la luna que se hubiera caído de su casa, allá arriba.’

‘Estas cosas pensábamos, parados alrededor del hombre-toro, cuando estiró un brazo que había tenido pegado al cuerpo y vimos el pedazo de metal que tenía clavado en el pecho, cerca del sobaco. Empezó a respirar más fuerte y a echar sangre por la boca y la nariz. Después nos miró, sin miedo, como si nos conociera, y rodó para quedar boca arriba. La luna le iluminó la cara y así se murió, mirando a su mamá, mientras la sangre se mezclaba con las aguas del lago.’

‘No sabíamos si dejarlo ahí o enterrarlo, porque si se descomponía tanta carne no se iba a poder respirar, pero si lo enterrábamos y bajaban a buscarlo, sus hermanos del cielo se iban a enojar con nosotros. Alguien notó que en el agua los peces nadaban a través de la sangre y no les hacía ningún mal. Lo consultamos con la luna hasta que se ocultó y cuando Antü, el sol, salió a comerse la neblina, habíamos encontrado una solución. Unos días después, cuando las otras luces comenzaron a bajar del cielo, recorriendo el lago y las montañas, no encontraron nada. Día y noche buscaron al huanguelenkulliñ sin encontrarlo, porque ya lo habíamos carneado y repartido por igual entre todos y en el mismo fuego donde lo cocinamos quemamos también los huesos, que eran muchos y muy pesados. Con la ceniza abonamos los plantíos. Lo que quedaba de su ropa y las partes de fierro las tiramos en lo profundo del lago, donde se hundieron para siempre.’

‘Desde entonces, el hombre-toro sigue vivo en nosotros. Ahora todos somos hijos de Küién y para festejarlo hacemos un nuevo baile en nuestras celebraciones y las luces ya no nos molestan. Y cantamos el Tayül del Kutraltoro en recuerdo de aquel que bajó del cielo para darnos su carne y sus huesos, y dejar su sangre en nuestra mapu. Así que puede volver a la ciudad, señor, para decirle a sus jefes que nosotros somos también hijos de Küién, la luna. Tal vez así no nos olviden y nos dejen seguir viviendo en esta mapu que mis abuelos, y los abuelos de mis abuelos, aprendieron a querer.”

Enrique Melantoni
Biblioteca Imaginaria - 2006

viernes, 24 de febrero de 2012

Las palomas


Como un dragón inconcebible que se enrosca en torno a las montañas y aplasta con su vientre los valles, el ejército ha entrado en Armenia. La cabeza del monstruo, el cruel Tamerlán, descansa de sus fatigas a la orilla del lago Sewan.
Hay algo misterioso en ese lugar, en esas aguas azules, en la isla donde se levanta el pequeño monasterio, que lo inquieta y lo perturba. Pero ninguna resistencia es posible ante el avance de su codicia. Y nunca lo será. Desde el cálido Mediterráneo hasta la helada Moscú sabrán de su poder.
Hoy está aquí, a la orilla del Sewan, contemplando ese edificio donde, le han dicho, vive un hombre santo, el padre Ohán.
Tamerlán ya ha capturado a todos los armenios que se cruzaron en su camino. Pueblos enteros de hombres, mujeres y niños.
Sin embargo, ante el silencioso monasterio, duda.
Una figura se desprende del muro. Un hombre que camina hacia la orilla por la hierba verde de la isla. Un monje anciano, que sacude el bastón y le grita, a él, que no comprende otra cosa que el sometimiento.
El anciano, protestando aún, se acerca a la orilla y sin dudar apoya un pie en el agua.
Y luego el otro.
Y sigue, caminando sobre la superficie móvil del lago como si estuviera en tierra seca, en dirección al conquistador, que siente el terror por primera vez en su vida.
Ahora es Tamerlán el que le grita al hombre, espantado, que regrese por donde vino.
-¿Qué deseas? –le pregunta- ¿Tesoros? ¿Poder? Todo te daré si rezas por mí. ¡Vuelve a tu monasterio, padre Ohán!
Sobre el delicado encaje de la espuma, los pies del monje se detienen.
-Yo sólo quiero a mi pueblo… Déjalos libres. Déjales vivir sus vidas en este mundo, bajo este sol.
-Si eso deseas, te daré a la gente que quepa en tu convento. Perdonaré sus vidas, si rezas por mí.
El padre Ohán regresa al convento, a esperar la llegada de sus fieles.
Tamerlán da la orden a sus tropas. Los prisioneros armenios entrarán al convento detrás del padre, hasta que ya no quepan más. A los que no entren, los matará.
Larguísima es la fila de los hombres, mujeres y niños que van pasando por la puerta. Pero por muchos que entran, el monasterio no se llena.
Pronto pasan de cien mil. Pronto alcanzan el millón. Ya entran los últimos. Todos los prisioneros, todos, han entrado al convento, que sigue silencioso y tranquilo.
Otra vez se turba el espíritu de Tamerlán ante lo que no entiende. ¿Dónde están? ¿Dónde se han ido?
El ejército rodea la isla, pero no se ha visto a nadie escapar.
Tamerlán en persona entra en el monasterio. Y lo encuentra vacío.
En una habitación que da a las montañas encuentra al padre Ohán parado junto a la ventana. Tiene en sus manos una paloma y la cara húmeda por las lágrimas.
-¿Qué portento es este? ¿Dónde están mis prisioneros?
El padre suelta con delicadeza a la paloma, que abre las alas y se aleja. Luego sonríe al invasor.
-El último se acaba de ir…
Enrique Melantoni 

Publicado en "Mis abuelos también lo cuentan",
Dirección General de Relaciones Institucionales del Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires, 2011
Ilustrado por María Elina Méndez